VUELTA A ESPAÑA 08
Arcos de la Frontera - Las Pajanosas

Hoy es el día en que menos he dormido. Si unimos que llegué muy tarde a Arcos de la Frontera, que ha habido bastante movimiento de gente aparcando su coche en el centro comercial para ponerse en plan picadero y que he puesto muy pronto el despertador para salir antes de que el calor achicharre, apenas habrán sido cuatro horas. Me hago un café, me desperezo un poco y parto rumbo a Sevilla con la idea de intentar ganar kilómetros para ahorrarme otro día en la vuelta a Bilbao, tal y como pude hacer en la ida.

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BITABI 08 Arcos 125 km 725 m+ IR

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Salir pronto tiene la recompensa de ver salir el sol. Esta vez ocurre entre colinas y vuelve a ser muy chulo. Aunque ya sé lo que viene luego: un calor terrorífico.


Por la carretera que se dirige a Gibalbín me voy encontrando a unos cuantos paisanos cogiendo higos chumbos de la especie de cactus que los producen. No conocía la planta de la que salían y me llama mucho la atención. Uno de los tipos me explica un poco cómo va el tema y me dice que son del que los coja, que lo hacen pronto porque sino no me acuerdo que pasaba con el sabor y que hay que hacerlo con guantes porque tienen unas púas muy jodidas.


Soy tan chorra que me da por tocar uno evitando los pinchos y resulta que los jodidos no son los pinchos que se ven tipo los rosales, sino unos casi invisibles que hacen que te vaya escociendo la mano durante toda la mañana. En mala hora metí la manaza, ¡su puta madre!


Mientras tanto, el sol se pone a hacer cosas raras entre las nubes. Hace un bochornazo espectacular y Amaia ya me avisó anoche de que seguíamos en alerta roja por altas temperaturas.


El terreno tampoco ayuda demasiado. Hasta llegar a Gibalbín se trata de una sucesión de toboganes entre lomas y me empiezan a caer goterones ya a primera hora de la mañana. El día de hoy empieza con muy malas perspectivas.


Me encuentro con un accidente antes de Gibalbín. No saco fotos por respeto a los accidentados pero hay un coche que se ha salido de la carretera y que está en una cuneta a unos metros de profundidad. Parece inexplicable que el coche haya caído de pie sobre las cuatro ruedas viendo la altura del terraplén. Les pregunto si necesitan que pida ayuda por el móvil pero me dicen que están bien y que ya han llamado ellos a las asistencias. Viendo la altura a la que han caído, no saben bien la suerte que han tenido estos chavales.


Continúo hacia Las Cabezas de San Juan con el pensamiento de que esto es lo que me daba miedo anoche y por lo que no quería continuar. Las noches de los viernes y de los sábados son una temeridad para hacer bicicleta nocturna. Pero bueno, sigo camino mientras el sol empieza a asomar tras las nubes, algo que hoy me acojona aún más que los chundas al volante.


Ya llevo unos kilómetros y necesito parar a comer. Enlazo con la N-IV a la altura de un poblado desierto: El Torbiscal. Intento bajarme de la bicicleta para preparar el avituallamiento pero me es imposible porque las moscas me comen. Tengo que salir pitando de ahí sin apenas abrir las alforjas. ¡Vaya momento más desagradable!


Apenas llevo 50km y la fatiga es de las de campeonato. La temperatura ronda los 50ºC y no tengo agua ni opciones para llenar los bidones. Llego a Los Palacios y, nada más entrar en la población, veo las piscinas municipales y una pequeña fuente junto a los campos de tenis. Ahí me refresco y me pongo a comer en el parquecito que hay al lado.

Enfrente tengo localizado un supermercado al que entro después de comer caliente. Estoy tan bajo de todo que decido entrar a comprar fruta para vitaminarme un poco. Compro una manzana, una naranja, cuatro peras pequeñas y dos plátanos por 1,50€ y me lo como todo tirado en una sombra junto a la puerta.

No veo el momento de ponerme en marcha pero, en un alarde de locura, decido llegar a Sevilla y, si hace falta, perder los kilómetros que llevo de ventaja y parar allí por un día. Lo empiezo a ver todo muy negro. Estas condiciones resultan terribles para cualquier actividad física. 


Entro en Sevilla con 85km. Tengo oportunidad de ver el campo de fútbol del Betis, que uno ya no sabe cómo cojones se llama, si Villamarín, o Lopera, o como quieran llamarlo, y penetro hasta el centro de la ciudad por unas enormes avenidas.


Como siempre dicen en los telediarios que los sevillanos se arremolinan junto al río cuando suben las temperaturas, para allí que me voy yo esperando que se note en algún que otro grado. Pero ni por esas, esto es un infierno.


Decido entonces buscar alguna sombra y empezar a pedir agua en los bares antes de que me de un pampurrio. Me trae muchos recuerdos el paseo que me pego por la zona monumental.


En la plaza de España, que es algo acojonante, me meto bajo los árboles del parque para aprovechar su sombra, pero con muy poco éxito. No se puede parar ni a la sombra.


Estoy inquieto. No sé qué hacer. No sé si quedarme aquí o seguir camino. Aunque parezca un suicidio, pienso que lo único que me puede salvar es salir de este horno y tirar hacia el norte cuanto antes. Sigo el rumbo que metí en el GPS para salir de la ciudad y paso por el campo del Sevilla.


Junto al Sanchez Pizjuán hay una zona comercial en la que se está muy fresquito y aprovecho que hay flashes en el quiosco de chuches para tirarme a la sombra. Le digo a la dependienta que si me haría el favor de meter los bidones en el congelador mientras estoy ahí y así lo hace. Tumbado en el suelo, va pasando el rato mientras los termómetros de la calle alcanzan los 50ºC.


Son las dos de la tarde y decido seguir camino. Cruzo el Guadalquivir con la esperanza de abandonar pronto este valle maldito en el que se hace muy complicada la vida. En un bar relleno agua y me lanzo a la aventura algo desesperado.


Pero solo soy capaz de recorrer doce kilómetros. El calor es abrasador y, para más coña, hace un viento tremendo de cara que no me permite avanzar lo más mínimo. Nunca he sentido nada tan tórrido en la cara como este aire.

En La Algaba, me tiro bajo el techo de el bar El Parque, que está en un parque muy majo junto a la carretera. He llegado aquí con la idea de que ya es suficiente, de que me quedaré aquí en el día de hoy, pero la fuente que tengo junto a mí saca agua hirviendo y estoy más que vendido.


Sin duda alguna, la decisión de abandonar Sevilla ha sido una muy mala jugada. Tácticamente, he cometido un error terrible. Está claro que aquí no me puedo quedar sin agua y decido levantarme tras un buen rato tumbado sobre la tarima. Al levantarme dejo una huella perfecta de mi cuerpo en forma de charco de sudor. La deshidratación está siendo tan rápida que espero encontrar agua antes de desfallecer.


Tomo el desvío hacia la autovía de la Vía de la Plata, que seguiré a partir de ahora por la carretera nacional que discurre junto a ella, y encuentro una gasolinera. No tienen agua potable y tengo que comprar una botella de Font Vella de litro y medio que me bebo de dos tragos. Miro el cuentakilómetros y ¡solo he recorrido dos kilómetros! Me han parecido cincuenta. Esto está siendo mucho más duro de lo que mi mente puede soportar.


Ya no me queda más remedio, tengo que seguir hasta que encuentre un lugar donde poder quedarme a pasar la noche. Ese lugar solo necesita cumplir un requisito: que haya agua potable.


A ritmo de pedalada por minuto, algo alucinante, con un calor que no se puede adjetivar, sin agua, con fuerte viento en contra, ..., diviso una urbanización en la que espero encontrar lo que busco.


Pero es una urbanización de lujo con seguridad privada en la entrada y que no me sirve para nada. Ahí no parece que estén escasos de agua, con los jardines bien regados y con su flamante puto campo de golf de los cojones. Lo de las desigualdades en Andalucía es muy fuerte pero, en la provincia de Sevilla, raya lo obsceno.

Llego a Las Pajanosas con 125km hechos y en un estado lamentable. Pero encuentro una fuente con agua fresca frente  la iglesia, junto a un supermercado al que van llegando lugareños en coches de lujo para hacer las compras del día a eso de las ocho de la tarde. El sitio no es el mejor que digamos pero me la pela. Yo de esa fuente no pienso alejarme y decido quedarme a dormir en el banco que hay junto a ella.


Me hago algo de cenar y, mientras tanto, empieza a anochecer. Es entonces cuando la gente más humilde sale de sus casas y se pone a charlar junto a la puerta, sentados en una silla. A nadie parece importarle que yo haya puesto mi colchoneta y que me haya tumbado en el banco medio en pelotas con una clara intención de pasar ahí la noche, delante de todos.

El supermercado cierra sus puertas y el trajín de cochazos cesa. Yo también empiezo a cerrar los ojos aunque el vecino de la puerta de detrás del banco tenga la tele en la acera con el sonido a tope y con un programa de variedades en el que ponen sevillanas una detrás de otra. Pero no me importa, yo tengo agua y es lo único que me importa. A todo lo demás le pueden dar bien por ahí mismo, pienso.

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